Homilía, 15 de febrero,
2015. Sexto domingo del Tiempo
Ordinario.
“El que haya sido declarado
enfermo de lepra, traerá la ropa descosida, la cabeza descubierta, se cubrirá
la boca e irá gritando: ‘Estoy contaminado!
Soy impuro.’ Mientras le dure la lepra,
seguirá impuro y vivirá solo, fuera del campamento.”
En nuestra
primera lectura del Levítico, oímos acerca de cómo eran tratados los leprosos
hace miles de años, en el tiempo de Moisés y de Aaron. La lepra era una enfermedad muy infecciosa e
incurable. En esa época no había otra
enfermedad más temida. Afectaba todo el
cuerpo. Usualmente comenzaba con fatiga
y dolor en las articulaciones, seguida de llagas que se esparcían por todo el
cuerpo. Cuando se determinaba que un
hombre tenía lepra, se le expulsaba del pueblo.
No se le permitía tener contacto con otra gente. Tenía que dejar a su familia; tenía que dejar
a sus amigos. Era un delito que un
leproso se acercara a unos cincuenta pies de una persona sana. No podía tocar a su familia, solamente podía verla desde lejos. Siempre que él veía a la gente aproximarse, él estaba supuesto a gritar
“Sucio, impuro”. Por un tiempo, muchas
familias les traían comida y ropa, pero después de un tiempo, la mayoría de las
familias tenían un funeral y consideraban al enfermo como un hombre
muerto. Después de mucho tiempo de
sufrimiento, él leproso moría una muerte horrible-completamente solo.
Uno de los aspectos peores de la lepra era el
aislamiento social que traía. La Ley
Levítica era muy clara en lo que a los leprosos se refería. Los leprosos eran impuros, y cualquier
persona que tuviera contacto con ellos era también considerado impuro, y no podía
participar en las liturgias o sacrificios en el templo. En el tiempo de Jesús, los rabinos habían añadido
muchas más restricciones a la ley acerca de los leprosos. Si un leproso nada más que metía su cabeza en
una casa, la casa era considerada impura.
Saludar a un leproso era un delito en contra de la ley. Un leproso era considerado la personificación
de la impureza. Los daños exteriors de
esta enfermedad se consideraba que representaban la corrupción interna del corazón. En otras palabras, la apariencia exterior del
leproso se consideraba que era prueba de que era un pecador, y su enfermedad
era su penitencia. Estaba sentenciado a
vivir una vida llena de desesperación, vacía de amor o de contacto con otras
personas. ¡Qué desesperanza más absoluta
debe de haber sido eso!
Es en este escenario que consideramos el
Evangelio de hoy. Este pasaje nos trae uno de los más grandes y asombrosos
milagros realizados por Jesús. En
realidad, es uno de los dos milagros de sanar a leprosos que encontramos en los
Evangelios. El otro milagro está en el Evangelio
de Lucas. En el Evangelio de Marcos,
Jesús sana a un leproso y en el de Lucas, El sana a diez. Segun las escrituras, la curación de leprosos
fué una de las formas en que el Mesías era revelado a la gente. En este maravilloso relato de la cura de un
leproso, se nos ofrece una visión del corazón de nuestro Salvador. Se nos permite ver Su compassion, y Su poder, en un despliegue completo.
Recordemos lo que Marcos dijo, “Jesús se compadeció de él, y extendiendo
la mano, lo tocó, y le dijo: “¡Sí quiero…Sana!” ¡Jesús tocó… a un leproso! A un hombre con una enfermedad increíblemente
contagiosa, que de acuerdo con la ley era impuro…a quien se suponía que
nadie se acercara a cincuenta pies. ¡Jesús lo tocó! ¡ Esta fué la primera vez que este hombre era
tratado como un ser humano…en muchos años!
Jesús le mostró compasión… y amor.
No solamente Jesús curó su enfermedad física, El sanó su corazón… su
alma. Realmente, este es uno de los más
asombrosos milagros que Jesús hizo en este mundo.
Gracias
a Dios, ninguno de nosotros necesita el toque de Jesús para curar la lepra.
Pero, todos nosotros somos pecadores, y necesitamos el toque curativo de Jesús,
- y de su misericordia y su perdón- para sanar nuestras almas llenas de
pecados. El pecado se parece mucho a la
lepra. Va más profundamente que la
piel. Comienza pequeño y se esparce. Una mentira se convierte en diez;
experimentar con alcohol y drogas se convierte en un vicio, coqueteo puede
convertirse en adulterio. Si los dejamos
descontrolados, pequeños pecados pueden convertirse en grandes pecados que
pueden consumirnos y completamente cambiar lo que somos. El pecado puede envenenar toda la vida de una
persona. Puede envenenar la familia y
también sus relaciones. Como la lepra,
el pecado puede aislarnos de lo bueno; de las personas que se preocupan por nosotros; de Dios. Como el leproso, uno puede sentirse indigno
de acercarse al altar del Señor, o de
completamente participar en Su sacrificio.
Así es como Satanás trabaja; nos convence de que Dios no nos quiere, no
nos ama, no nos perdona. Pero eso es una
mentira, dicha por el mentiroso más grande.
El leproso se las arregló para acercarse a donde estaba Jesús. Fué necesario tener mucho valor para ese día
acercarse al Salvador. El se dió cuenta
de que Jesús podía sanarlo. Nosotros
necesitamos darnos cuenta de eso
mismo. Jesús nos espera para sanarnos. Lo único que necesitamos es pedir.
Mientras nos acercamos a la Cuaresma,
vamos a hacernos el propósito de aprovechar
el precioso sacramento de la reconciliación que se nos ofrece para sanarnos. Usemos la Cuaresma para acercarnos más a Dios. Busquemos el amoroso toque de Jesús en
nuestras vidas. El está dispuesto a
tocar nuestros corazones. No dejemos que
nada interfiera con el don de recibir a Jesús en la Eucaristía. Todos somos pecadores; pero como al leproso,
Jesús nos ofrece otra oportunidad. Esta cuaresma, debemos aprovecharnos de la
misericordia y del perdón de Jesús yendo a confesarnos y recibiendo la
absolución. Fortalezcamos la relación
que tenemos con nuestro Salvador.
Entonces en vez de tener que gritar “ Estoy sucio”, podemos orgullosamente gritar: “He sido lavado limpio en la sangre de la Oveja!” ! Aleluya!
¡ Que el Señor los bendiga a todos!
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